[10] La melodía de Toril (1)

―La melodía de Toril es armónica y continua, aunque son pocos quiénes la perciben ―inició su relato Areahnel con la elocuencia que le confería su ardid élfico―. El frenetismo de la civilización ha impuesto su ignorancia. El espíritu ha sido expulsado y confinado tras una gruesa pared de materia y la música de la creación tan solo es un rumor inaudible bajo el bullicio. Sin embargo, en las profundidades de lo inexplorado, a cientos de millas de villas, aldeas y urbes, las fronteras entre lo material y lo espiritual se desdibujan y abrazan, y una persona versada y paciente podría percibir los ecos de esa melodía. Si lograra tal agudeza, si escuchara al cielo, la tierra, las aguas, las criaturas y la naturaleza, si pasara largos años descubriéndola y estudiándola quizás atisbaría un ápice de su complejidad y sus matices. La existencia es una canción armónica, de compás continuo y cadencia estable. Entre lapsos de tiempo separados, los cambios traen consigo nuevos acordes, que son menores en comparación con la mayúscula continuidad del devenir. Sin embargo, ocasionalmente aparecen reverberaciones extrañas que insinúan giros impredecibles en los acontecimientos.

Rúntemor lanzó un bufido desdeñoso. Ordan, quién escuchaba con interés, incluso desatendiendo por completo su jarra de cerveza espumosa, le lanzó una mirada de reprobación enmascarada bajo su sonrisa cordial. El enano captó el mensaje, titubeó y se coartó. Hizo como si no atendiese y se dedicó a su comida.

―Provengo de un lugar muy lejano ―continuó Areahnel―, en las profundidades de un bosque desconocido e inexistente a los ojos de la civilización. Han sido muchas dekhanas de viaje antes de llegar aquí. Allí, el canto de la creación puede percibirse. La senda no es sencilla, requiere de instinto, dedicación, guía, aprendizaje y tiempo. Para la gran mayoría, es una partitura imposible de descifrar. Unos pocos tan solo alcanzan el eco de los acordes más sencillos. Y solo algunos devotos elegidos reciben la bendición de escuchar la melodía de Toril, sus matices, las injerencias de los cambios, los ecos del pasado, el rumor del presente y los presagios del futuro.

―Bla, bla, bla, bla, bla y, una vez más, bla ―interrumpió bruscamente Rúntemor sin poder contenerse más―. Esta elfa nos cuenta, abrazada a los efectos de su sortilegio ardís de voz zalamera, las fanfarrias de su bosque perdido, ese que nadie sabe donde está pero que es el mejor de todos los bosques del continente. Allí, para más señas, habitan los elfos más sabios, capaces de escuchar una música rara, de la que jamás antes oí una sola palabra, que los convierte, seguramente, en conocedores de todos los ardíses que el resto de los mortales ignoramos e ignoraremos. ¡Bah! Secretos de elfos, misterios inescrutables… ¡Invenciones para darse importancia!

Ordan se llevó la mano a la frente, abochornado por el comentario.

La voz de Rasmus surgió, salvadora, en medio del desconcierto. El bárbaro había logrado masticar y tragar toda la comida que se había metido en la boca, víctima del ansia del hambre. Instantes antes, mientras engullía, había seguido con atención las palabras de Areahnel. Quedó pensativo obviando las protestas de Rúntemor. No comprendía bien qué era eso de la melodía, pero la elocución transpiraba el aroma de las leyendas. Eso le seducía. Tras limpiarse con la manga, lanzó una pregunta sencilla desde la tranquilidad de su ignorancia.

―¿Qué es Toril? ―se interesó mirando a unos y otros.

Rúntemor tampoco había oído ese nombre. Se escudó tras su actitud de ofendido para ignorar la solicitud y camuflar su desconocimiento.

―Buena pregunta y en buen momento ―celebró Ordan, aliviado porque el relato recuperaba el buen cauce―. Me permito aportar luz a tu pregunta, amigo norteño. Toril es el mundo explorado y el que quizás algún un día exploraremos. Es todo aquello que se abre ante tus ojos: nuestras frías tierras del Norte, las fértiles tierras Centrales Occidentales y las inaccesibles tierras del Este; también las radiantes tierras del lejano Sur. Pero no solo es nuestro continente, este al que llamamos Faerûn, sino también los mares y las islas, y los otros continentes al otro lado. Y las cavernas oscuras que se abren en las profundidades bajo la superficie, en un submundo desconocido al que llaman la Infraoscuridad. Y quizás otros territorios indescriptibles, mencionados en historias de bardos y en enormes tomos de hombres sabios.

Areahnel asintió complacida y honrada por la respuesta. No obstante, esta era impropia de un mesero campesino. Quizás había juzgado equivocadamente a aquel hombre robusto de fachada bonachona.

El bárbaro norteño apuró media hogaza de pan en el adobo del fondo de su cuenco, sin perder un solo detalle de la explicación de Ordan. A medida que avanzaba, su mente luchaba por encajar las piezas del puzle entre la inmensidad de la palabra Toril y la narración sobre la melodía de la elfa.

El enano parecía enfurruñado por el interés de su compañero. Era evidente que había sido embaucado por la fábula de la elfa. O bien se trataba de un reflejo involuntario de gratitud por haber sido rescatado de la congelación frente al portón de la fonda, o bien el estúpido bárbaro era víctima mayúscula del sortilegio ardís lisonjero.

―Toril es el mundo, eso creo que lo he entendido ―hiló Rasmus en voz alta, colmando el desconcierto de Rúntemor―. Y el mundo, que es mucho más de lo que conocemos, emite una especie de música silenciosa en lugares lejanos. Nadie puede oírla, salvo unos pocos escogidos. Y aunque la oigas, de todas formas no la entiendes. Esto es un poco confuso. Pero si la entendieras, podrías saber cosas, cosas que parecen poderosas, y que podrían ser buenas… o malas.

Areahnel refrendó con un cabeceo afirmativo la última sentencia, entrecerró los ojos y los fijó directa y sombríamente en Rasmus. Su voz se tensó.

―Un día la música se alteró, sacudida por una irrupción sutil y silente, pero intensa. Apenas unas imperceptibles notas nuevas, diluidas sobre la melodía principal, como tantas otras, casi inaudibles, pero continuas, crecientes y extrañas. Aparentemente solo la distorsión del paso del tiempo, pero marcada con una tensión que jamás había sentido antes. Aquel día escuché la melodía de Toril y me estremecí. Compartí mi impresión con los ancianos, pero ninguno oía aquellos acordes camuflados. Mi juventud, a sus ojos, era la causa de mi torpeza en la apreciación… o mi sangre mestiza.

―¡Bah! Ni siquiera eres una elfa de los bosques ―se mofó Rúntemor rozando el ridículo.

―No es lo importante de la historia, señor Rúntemor ―replicó Ordan conservando estoicamente su amabilidad y paciencia―. Presiento que nos acercamos al súmmum de la narración tras este último giro dramático. Le ruego aparte su desavenencia, que poco tiene que ver con la dama, pues es fruto heredado de la animosidad entre sus pueblos, y nos permita disfrutarla. ¿Sería tan amable de complacernos?

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