[07] Los hombres de las capas oscuras (1)

Unas gruesas y desgastadas cortinas de algodón teñido de rojo, rematadas con deshilachados ribetes dorados, cerraban el paso al espacio que ocupaba el reservado de mayor tamaño de la taberna. Era un lugar amplio, aunque de techo bajo, ubicado entre los pilares de madera que sostenían un entrepiso abarrotado de barriles, baúles y grandes sacos de provisiones. Varias lámparas de aceite situadas en la larga pared opuesta proyectaban hacia el exterior las sombras difuminadas de los presentes, contribuyendo a reforzar la atmósfera de secretismo e intriga de quiénes allí se citaban.

Sentados alrededor de una mesa alargada, un sombrío grupo de individuos degustaba una copiosa cena, en un mutismo incómodo corrompido por el rugir de las bocas al engullir la suculenta comida y los constantes sorbos a generosas copas de hojalata, llenas con el vino de la casa.

Eran ocho, seis hombres y dos mujeres. Todos vestían capas y ropas oscuras, propias de aquellos que serpentean sigilosos entre la oscuridad y las sombras. Portaban armas de diferentes tipos, según el estilo de cada uno, algunas a la vista y otras traicioneras y ocultas.

Intercambiaban miradas recelosas, rostro tras rostro, en un sinfín de conjeturas sobre sus intenciones mutuas. La tensión gritaba por encima del silencio, percibiéndose en cada bocado y en cada trago. La espera era mayor de la que algunos egos estaban dispuestos a tolerar.

Un tipo de aspecto amenazante jugueteaba con un pequeño y peligroso cuchillo arrojadizo. Era de constitución ligera pero atlético y fibroso, con la cabeza rapada y una singular chiva estrecha descendiendo desde debajo de la boca hasta la barbilla. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la cabecera de la mesa, al encuentro de una mujer a la que había dirigido varias miradas desafiantes sin recibir la más mínima señal de atención.

Ella se cubría bajo una capucha holgada, de la cual asomaba una larga trenza de cabello blanco entrelazada con un fino cordel de plata. Era humana en apariencia, esbelta, con la piel pálida, casi azulada. Cualquiera podría cometer el error de confundir su fría belleza con fragilidad.

El maleante clavó el cuchillo con violencia en la mesa, justo delante de la mano izquierda de la mujer. Se escoró hacia ella e intentó buscar su mirada bajo la capucha, sin éxito.

―Dijiste que saldríamos ayer ―bravuconeó en tono retador mientras hábilmente extraía otro cuchillo de su chaqueta para continuar con sus peligrosos malabares cerca de la mejilla de la mujer―. Y aquí seguimos. Dudo que ese tipo, al que llamas Maestro y del que nada has querido decirnos, aparezca esta noche de tormenta en esta posada apartada del mundo. Desertor o muerto, solo el Señor de las Sombras lo sabe, poco importa. Creo, y expreso una opinión compartida, que las cosas han empezado a torcerse demasiado pronto.

La mujer paseó sus dedos en una caricia delicada sobre la superficie del filo hundido en la madera de la mesa.

―Arehz Kréndalor ―dijo en tono calmado sin alzar la vista―, me advirtieron de que tu lengua sería tan afilada como las hojas de tus cuchillos danzarines. Caminas con una pesada coraza de ignorancia sobre el lago congelado de la desgracia. Tus impertinentes pasos podrían fragmentar la fina capa de hielo que te protege del abismo. Sin embargo, soy alguien tolerante y paciente, capaz de ver más allá de tu actitud equivocada y apreciar tus valiosas habilidades. Te invito a reconsiderar tu postura y retomar aquel compromiso que adquiriste conmigo en aquella taberna de Argluna.

―La dama de la escarcha me sermonea y luego me ofrece su perdón… ¡Qué privilegio para el mejor de los asesinos de Eternlund! ―se regodeó Arehz irónico―. No me intimidan tus palabras rebuscadas. Al contrario, me parecen una fachada ridícula para cubrir la chapuza que parece este asunto. Por ello, lamento informarte de que mis apreciadas habilidades se han encarecido desde nuestra última negociación y ya no puedes permitírtelas. Me quedaré con tu ridículo anticipo para compensar el tiempo perdido.

El frenesí de los comensales se atenuó. La cena se convirtió en una pantomima prudente, donde comer y beber era solo una fachada. Debajo, un disimulo de oídos aguzados y miradas furtivas atendían al enfrentamiento.

Lentamente, la mujer apartó su capucha hacia atrás, giró levemente la cabeza y clavó sus ojos de glaciar azul en el asesino que la afrentaba. Volvió a hablar, con un tono aún calmado, pero más áspero.

―Tienes fama de tipo sin escrúpulos, Arehz, hábil y efectivo en matar. Pocos te habrán incomodado cuando decidiste romper un trato, temerosos de convertirse en blanco de tus cuchillos. Pero esto no es Eternlund y a mí no me intimidan tus cuchillos.

Arehz Kréndalor se esforzó en disimular un escalofrío de terror cuando aquellos ojos intensos le atravesaron. Su gesto se torció en una mueca de duda. La mujer le orientó con su mirada hacia el cuchillo, cuyo filo continuaba acariciando delicadamente con sus dedos. Se deleitó admirando la afilada hoja. Luego devolvió la mirada hacia el asesino y le sonrió frívolamente.

El asesino encajó la ofensa. La duda se tornó en ira, pero supo contenerla. No estaba dispuesto a quedar en evidencia con un juego mental tan trivial. Impostó su más sarcástica sonrisa de desprecio y se dispuso a arrancar el cuchillo de la mesa.

―Eres muy astuta, pero a mí no podrás intimidarme. Aparta la mano de mi cuchillo, no lo mancilles con tus sucios trucos.

Tiró con fuerza hacia sí, pero el cuchillo estaba anclado a la mesa. No sé movía. La ira empezó a filtrarse por su rostro mientras acentuaba el esfuerzo. Todos los presentes se miraban confusos, sin entender bien por qué aquel hombre de armas forcejeaba para extraer un sencillo cuchillo arrojadizo de una vulgar mesa de madera.

Una fina escarcha comenzó a emerger en el cruce entre arma y madera. En unos pocos segundos había cristalizado envolviendo la hoja. Arehz, que continuaba empecinado en arrancar el cuchillo, lo soltó con un grito ahogado cuando la escarcha sobrepasó el borde del guardamanos, y convirtió la empuñadura en una pieza fría como una noche a la intemperie en una glaciación.

El asesino retrocedió estremecido sin apartar la mirada de la mujer. Se agarraba la mano con punzadas de dolor. El temor afloraba en su rostro.

La mujer dirigió de nuevo sus ojos hacia el cuchillo y lo golpeó con la sutileza de quién impacta una copa vacía para escuchar el sonido del cristal. El arma se rompió en mil añicos.

Un nudo de tensión atenazó las gargantas. Ya nadie comía ni bebía.

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